La industrialización trajo numerosos cambios en las sociedades europeas, siendo el Londres industrial cuna de esa metamorfosis. Sin embargo, las condiciones laborales que hoy en día consideramos justas diferían mucho de la realidad de la época. Aún así, muchas pautas seguidas en las fábricas del siglo XIX asentarían las bases del mundo laboral actual a pesar de sus desventajas.

Largas jornadas salpicadas de ocio

La visión general del obrero industrial es la de un personaje encerrado en una mohosa fábrica durante interminables jornadas. Sin embargo, los encargos que se les atribuían eran un trabajo a destajo, que en muchas ocasiones se permitía hacer en casa. Esto daba libertad al obrero para elegir su propio horario siempre que cumpliera con la cantidad acordada. Incluso dentro de la fábrica la flexibilidad horaria era una opción siempre que se cumplieran los objetivos.

No era extraño encontrarse obreros que seguían fervientemente la cultura de “San Lunes”. Siendo el lunes una fiesta no oficial y permitiéndose el martes y el miércoles para recuperarse de los excesos a principios de semana. Al final, el obrero ejercía largas jornadas para asegurar un sueldo semanal que cubriese sus necesidades. Max Weber describía al obrero tradicional como alguien que solo trabajaba para mantener el nivel de vida acostumbrado. Por esa razón, si sus necesidades básicas estaban cubiertas trabajando cinco días, era raro ver a un obrero que trabajase seis.

Sin embargo, ya en el siglo XIX, la aparición de las máquinas abarató los costes de los productos y permitió que personas no cualificadas pudieran realizar los trabajos. Esto desplomo los sueldos de los artesanos y lo que era una elección pronto se convertiría en una obligación. Permitiendo el desarrollo de una industria que hacía casi imposible mantenerse a menos que se trabajase de 15 a 20 horas diarias.

Una aplicación muy desigual

En aquellos lugares donde los artesanos ejercían un papel fundamental para el desarrollo del trabajo, seguía ejerciéndose la cultura de “San Lunes”. Estas prácticas dinamitaban la cadena industrial pues los artesanos ausentes del trabajo no vigilaban las labores de sus ayudantes. Como consecuencia, un trabajo que debía hacerse a destajo pasaba a tener un límite de tiempo menor, con la consiguiente concentración laboral de jornadas excesivas.

Tan importante fueron estos desajustes que los patronos empezaron a aplicar medidas contra la holgazanería de sus obreros. Las multas que se aplicaban podían ser suficientes para dilapidar el esfuerzo de todo un día de trabajo. Llegar tarde o dejarse encendida una vela podían ser motivo suficiente para sustraer 2 chelines del sueldo semanal de 10-15 chelines.

La explotación infantil

Historias como Oliver Twist nos muestra lo dura que era la vida para un niño en el Londres industrial. Las penurias y la explotación infantil en fábricas en esta época era una imagen frecuente. Sin embargo, esta premisa no solo se aplicaba a los niños huérfanos. Existía una creencia extendida entre los obreros que los niños debían aprender el oficio de sus padres y se esperaba que estos terminaran sustituyéndolos. Los patronos no se oponían a esta premisa dado que los sueldos de un niño eran notablemente más bajos que el de un adulto experimentado.

Las fluctuaciones en cuanto al precio de los alimentos, en la disponibilidad de trabajo y en los sueldos, hacían necesario la obtención del esfuerzo complementario de los niños a la unidad familiar. Aunque había intentos de algunas asociaciones como la SPCK que intentaban escolarizar a niños de 5 a 16 años, estás eran insuficientes. Al final, los niños eran convertidos en ayudantes de los artesanos para complementar el trabajo de este. El artesano a su vez era el encargado de pagar a los niños el sueldo correspondiente una vez cobrado su encargo. Aunque era frecuente que no cobrara dado el frecuente parentesco entre ambos o las multas que se les aplicaban.

El trabajo de las mujeres

Al igual que los niños, las mujeres tenían un sueldo sensiblemente menor que el de los hombres. Además, sus opciones de elegir un trabajo concreto eran más limitadas por lo que se concentraban una gran parte en labores como la costura o la servidumbre.

Además, el concepto de unidad familiar estipulaba un papel que solo las mujeres podían ejercer como madres y esposas. Al considerar que una “buena” mujer debía desempeñarse con soltura en las labores domésticas, tenía poco tiempo para invertirlo en un trabajo. Este concepto hoy día arcaico, era una premisa fundamental para encontrar marido y alcanzar una estabilidad económica y una reputación respetable.

Una vez que los telares mecánicos permitieron que personal no cualificado pudiera hacer el trabajo otrora reservado a un artesano, hubo un notorio aumento de la mano de obra femenina. Pues esta constituía una fuerza igual de eficaz y bastante más barata para los patronos del Londres industrial. Al final, las mujeres solteras que trabajaban debían buscarse un empleo complementario para mantenerse en la mayoría de los casos. Mientras que las casadas solían trabajar en casa complementando el sueldo de su marido y contribuyendo a la economía familiar.

La cultura de los castigos

Aunque nos parezca algo bizarro, los castigos en el ámbito industrial eran constantes. Acciones como unos correazos o unas enérgicas bofetadas eran suficientes para recuperar la atención de los niños. No obstante, los castigos más frecuentes eran las multas o las amenazas de despido, aplicadas a cualquier trabajador. En ocasiones, procedían a la humillación pública a través de una vestimenta ofensiva y distintiva del trabajador.

Es cierto, que algunos empresarios añadieron un sistema de recompensas a los trabajadores más diligentes, incluyendo a los niños en el reparto. Sin embargo, la mayoría de las empresas siguieron aplicando la filosofía del “palo” con mayor frecuencia que la “zanahoria”.

el Londres industrial

 

La esperanza de una vida corta

Los vapores procedentes de las fábricas de el Londres industrial no eran la única amenaza para la salud. Incluso antes de esta maquinaria, la utilización del plomo y el arsénico de los barnices acarreaban problemas muy importantes. Los sombrereros trabajaban con mercurio cuya sobreexposición deterioraba significativamente su condición física y paralizaba sus miembros. Enfermedades como la tisis y la silicosis eran frecuentes más allá del gremio minero y el cáncer del deshollinador muy conocido.

Los talleres solían tener una mala ventilación, problemas de humedades y temperaturas extremas. El problema se agravaba cuando se trabajaba en casa, donde no había posibilidad de alegarse de elementos nocivos. Incluso en los oficios que no usaban ningún elemento nocivo, sufrían este estigma. Las largas jornadas en una posición estática producía calambres y lesiones agravadas con el tiempo. Y las máquinas, rara vez protegidas, podían llegar a amputar algún miembro o incluso a matar a algún obrero.

Durante este periodo las fábricas llegaban a compararse con las guerras, que dejaban tullidos y paralíticos por doquier. Los cuales, una vez inutilizados para el trabajo, se convertían en cargas para la familia. Para muchos trabajar en el Londres industrial era una lotería en la que el premio estaba asegurado: una vida corta repleta de dolencias.

 

Os recomiendo la lectura de Clase obrera e industrialización de John Rule que aporta una visión general de la sociedad del momento. El próximo artículo ahondara en las dificultades que planteaba para las mujeres los estereotipos de la época. Nos vemos en la próxima, apúntate al Newsletter si aún no lo has hecho. ¡Qué tengáis una semana de novela!